No me voy a quejar, no me puedo quejar. Tampoco es que quiera, los lamentos no están hechos para este miércoles primaveral. Es 23 de abril y tengo tres libros nuevos. El último ensayo de
Baricco y el esperado
Holly Terror, del historiador
Terry Eagleton. La necesidad de leer este último la llevo enquistada desde hace año y medio, cuando su autor se acercó por estos lares para dar una conferencia sobre la génesis teórica del terrorismo. El tercero es poesía,
Carne de Píxel, de
Agustín Fernández Mallo, el autor de
Nocilla Dream y
Nocilla Experience.
A esta maravillosa excepción he de añadir una feliz noticia, y es que
Michel Houellebecq está en Madrid. Dará una conferencia y, bueno, no sé qué ponerme para ir. Porque necesito un ritual para este acontecimiento. Llevo un regalo en el bolsillo, encontrado por casualidad. No será para él, sino para una minúscula que podría ser mi hermana mayor en la ficción virtual, Muerte de los Eternos. Ella sabe a qué me refiero.
Mientras otros mortales lo enmarcan leyendo o fumando o bebiendo o follando, yo visualizo a Houellebecq riendo. Es curioso porque me suele resultar difícil separar su imagen de los protagonistas de sus novelas, una de esas cosas que siempre le critico a los demás. Curioso. Me gusta la idea de que sea un pervertido, como decía Angélica. Un pornófilo. Pero sonriente. Rebeca lo prefiere mano a mano con Barnes. Yo lo quiero solo, en Marina Dor, viendo a las nínfulas pasar, bajo una sombrilla, en algún reducto costero saturado por la especulación.
Hay quien lo califica de posmoderno, por su forma de recrear momentos salpicados de sexo, ciencia, humor, sexo, crítica, filosofía... Para mi es el último romántico. Me enternece la brutalidad de sus escenas, la crudeza de sus personajes. Me llena que hable del mundo como supermercado y que reivindique para Lovecraft su justo lugar en la posteridad (literaria). Este señor me puede, me seduce, me descompone. Y no sé qué ponerme, para variar.