jueves, 6 de diciembre de 2007

Tuve que morirme para saber si me querían

Robándole indecentemente al señor Pàmies el título de uno de sus cuentos comienzo a tararear. Por los amplificadores de seis euros gotean unos y ceros salidos de cuatro chelos. Ponerle banda sonora a algunos momentos del día resulta arriesgado, porque hoy no me sentía ni cansada ni somnoliente, pero las notas de una versión de Metallica han ido entonando mis ganas durante toda la mañana. Me sienten fría, lo noto en la forma en la que me hablan. He cruzado las piernas para no pensar. Querría salir de aquí, pasar el día en el Retiro, terminar de leer Arrugas y olvidarme del final de ese cuento. Alguien me preguntó si estaba bien para leer en el metro. Son cuentos cortos, contesté, pero todo lo breve tiene trampa. Ya lo advertía Vila Matas en el prólogo. Pero, por qué el metro como biblioteca, como religioso centro de lectura, le pregunto. No contesta. El libro entre las manos, una excusa para no levantar la mirada. Qué deliciosa coartada. Cruza por mi cabeza una escena perversa, pero la desecho en cuestión de segundos. Permanencia, ruptura y per-versión. Cómo no querer cambiar el final de ese cuento.

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