El cine modela la realidad. Lo dice el señor Zizek y yo me lo repito todas las noches antes de irme a dormir. Lars y una chica de verdad es una metáfora, una muy bella y triste. A veces, pasamos por necesarios períodos de simulacro, jugamos a amar para aprender a amar, sin entender que en el momento en el que empezamos a fingir ya estamos amando. El amor es performativo. Y de eso va esta película. De generar modelos, claro, y de dejar de ser pequeños. A la fuerza.
Escoger las palabras adecuadas no es una frivolidad. Algo parecido pasa con los gestos, con las llamadas "pruebas de amor". Se puede querer a una persona hasta el mismísimo tuétano, pero de nada importa si no se aprende a generar ficciones, mitologías cotidianas que den forma a la memoria y que eviten que la magia se diluya en el tedio, en la peligrosa rutina.
Lars y una chica de verdad funciona como espejo de bolsillo, como bote de especias, como agridulce recordatorio de lo frágil que es esto de relacionarse con los demás. Y la psicóloga, secundaria carismática, no solo me fascina sino que, muy probablemente, se termine convirtiendo en una hermosa fémina por la que realizar más de un viaje.
martes, 27 de mayo de 2008
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