Domingo casero en el que me acuerdo, por los pelos, de que este es el día en el que dibujantes -profesionales y no tan profesionales- se vuelcan por una buena causa retratando a la Mujer Maravilla. La aportación que les dejo es de los orígenes, encontrada gracias a Lector Constante; en la imagen Harry G. Peter (dibujante) y William Moulton Marston (creador) diseñan, mano a mano, a la heroína. Un documento histórico digno de la pared de un museo.
domingo, 24 de octubre de 2010
martes, 19 de octubre de 2010
La heroína eclipsada
Uno de los grandes méritos de Machete, segun el crítico Jaime Pena, es "su capacidad para introducir una crítica inmediata a las leyes anti-inmigración promovidas por Jan Brewer, el gobernador de Arizona. Cine de género y cine político alcanzan así una simbiosis como no se había visto desde algunos títulos de John Carpenter y George A. Romero. No se quedan ahí Rodríguez y su codirector -el montador Ethan Maniquis- y su propuesta va mucho más allá, invitando casi a la insurrección mexicana y la reconquista de Texas".
Hasta aquí la lectura política, tan potente -y poco reseñada- como la sangre que salpica la pantalla. Entusiasmante y necesario, desde luego, sobre todo en estos tiempos de corrección y buenas maneras. Pero, sin quitarle mérito al contexto macarra y subversivo, lo que más me ha emocionado de esta película es el potencial del verdadero mito que clama por un título propio: Shé. Robert Rodríguez mantiene en esta cinta su gusto por las mujeres asimétricas pero, a diferencia de Planet Terror, el personaje interpretado por Michelle Rodríguez no tiene que nacer, como le ocurre a Cherry Darling (Rose McGowan); ella ya es una (super)heroína del pueblo, una ejecutora en la sombra, un mito viviente -no como Machete, cuyo potencial heroico depende de su eclosión vía mass media-.
Estos Conan y Red Sonja del nuevo milenio se igualan en escena, ya sea en la cama o en la lucha. La duda me asalta hacia el final, cuando la heroína, a pesar de su entrada triunfal, se subordina al protagonista y se conforma con el rol de secundaria carismática; por no hablar del personaje de Jessica Alba, adorno naif absurdamente fetichizado con incómodos tacones de aguja y fantasía policiaca porno soft. Un gran carnaval de la carne éste, donde las secuestradas alérgicas a la ropa no son víctimas sino verdugos y Lindsay Lohan se ríe de su reflejo. Obligatoria y adictiva. "Esa película que Tarantino siempre nos quiere vender", dice Pena, pero que, hasta ahora, solo ha firmado su amigo Rodríguez.
Hasta aquí la lectura política, tan potente -y poco reseñada- como la sangre que salpica la pantalla. Entusiasmante y necesario, desde luego, sobre todo en estos tiempos de corrección y buenas maneras. Pero, sin quitarle mérito al contexto macarra y subversivo, lo que más me ha emocionado de esta película es el potencial del verdadero mito que clama por un título propio: Shé. Robert Rodríguez mantiene en esta cinta su gusto por las mujeres asimétricas pero, a diferencia de Planet Terror, el personaje interpretado por Michelle Rodríguez no tiene que nacer, como le ocurre a Cherry Darling (Rose McGowan); ella ya es una (super)heroína del pueblo, una ejecutora en la sombra, un mito viviente -no como Machete, cuyo potencial heroico depende de su eclosión vía mass media-.
Estos Conan y Red Sonja del nuevo milenio se igualan en escena, ya sea en la cama o en la lucha. La duda me asalta hacia el final, cuando la heroína, a pesar de su entrada triunfal, se subordina al protagonista y se conforma con el rol de secundaria carismática; por no hablar del personaje de Jessica Alba, adorno naif absurdamente fetichizado con incómodos tacones de aguja y fantasía policiaca porno soft. Un gran carnaval de la carne éste, donde las secuestradas alérgicas a la ropa no son víctimas sino verdugos y Lindsay Lohan se ríe de su reflejo. Obligatoria y adictiva. "Esa película que Tarantino siempre nos quiere vender", dice Pena, pero que, hasta ahora, solo ha firmado su amigo Rodríguez.
Poner presencia donde hay ausencia
Alicia viaja a Ítaca en un barco de papel. No hay País de las Maravillas ni conejo blanco. Solo un océano que cruzar, un año de tratamiento y un tatuaje nuevo. La obra de Isabel Franc y Susana Martín pone «presencia donde hay ausencia», en todos los sentidos. El relato que construyen estas dos mujeres parte de la experiencia de la guionista y periodista Franc, cuya mirada sorprende por el humor y el pragmatismo con el que aborda una enfermedad tabú para muchos y muchas, el cáncer de mama. Con la impresión de que la obra de Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas, subyace en este cómic, las autoras recrean en esta novela gráfica un universo simbólico cálido y cotidiano, cuyo propósito desmitificador cala (hasta el hueso) e ilumina. La protagonista de esta historia no solo huye del «plus de dolor» metafórico, sino que invita a mirar su cicatriz sin por ello hacer sentir incómodo al que se asoma, toda una lección de resignificación estética que merece ser difundida y replicada. Pero, si algo me ha emocionado, además de la línea amable del dibujo y el increíble catálogo de gestos de protagonistas y secundarias, es el retrato de las redes de amistad y la absoluta determinación de la protagonista, una auténtica (súper)heroína.
(*) Reseña aparecida en la edición veraniega de la revista Fan Digital.
(*) Reseña aparecida en la edición veraniega de la revista Fan Digital.
domingo, 17 de octubre de 2010
W is for Wonder Woman
Termina esta semana fatal con este descubrimiento alfabético (vía tumblr) cuyo autor es Stanley Chow, responsable de imágenes como esta o esta otra. También llega a mis orejas una feliz noticia: David E. Kelley se encargará del guión de la nueva serie que prepara Warner y que tendrá como protagonista a la Mujer Maravilla. Y, como no hay dos sin tres, el Tío Berni deja en mi correo esta pequeña maravilla, firmada por Lucy Knisley. Wonder days!
viernes, 15 de octubre de 2010
Ser como una "guerra nuclear"
Dorothy sueña con ser ama de casa, pero ya no tiene para quién serlo. Hace de ama de casa unos días para cualquiera que pase por allí. Se casa en medio de las borracheras y luego tiene problemas con el alcalde cuando va a tramitar sus divorcios. Son los largos largos años cuarenta, primero los años de la guerra, las mujeres en las fábricas y luego plástico irreal de curvas exactas y rizos y vestidos por las rodillas para las niñas. Daddy knows best en los nuevos aparatos de televisión de todo el mundo, planes de posguerra, felicidad de posguerra. Dorothy gira y gira en distintos taburetes de bar y fuma cigarrillos de paz y discute de mentira, con esa forma suya inoportuna y obstinada. La bomba atómica ha caído sobre Nagasaki e Hiroshima, cien mil muertos carbonizados, el presidente ha hablado en los televisores de todos. Dorothy no tiene ni televisor ni autoestima, ella ama al presidente y la Casa Blanca tanto que casi se le saltan las lágrimas. Y sigue sacándole punta a todo y dando lecciones sobre nada en los bares, hasta que la echan, va a casa tambaleándose en zigzag a través del desierto con el bolso lleno de ceniceros y copas de cerveza robada.
Sara Stridsberg en Escuela de Sueños
jueves, 14 de octubre de 2010
El poder no se pide (o eso pensaba Valerie Solanas)
Las leyes dicen que la igualdad es norma, pero indicadores -como esta endiablada crisis- nos recuerdan que la norma no es normal, aún no. Mientras en Occidente la paranoia es el termómetro, en otros contextos menos amables, como el afgano, vestirse de hombre no es tan solo un simulacro: es la fórmula más segura para que las niñas sobrevivan. "Se ha restablecido el derecho a la educación y la asistencia sanitaria pero la posibilidad de que una mujer pueda ir a la escuela, a la universidad o al médico depende de la voluntad del padre, el hermano o el marido" recuerdan en esta escalofriante noticia. El temblor por la columna no se debe tanto al hecho de que algunas familias vistan a sus hijas como niños para evitar que las agredan, como al mensaje implícito de esas decisiones. No se trata del sexo con el que naces, sino del valor que le das a cada construcción de género -ser hombre es lo deseable, ellos tienen más espacio para jugar-. Como ya sentenciara Angélica Liddell a propósito de nuestro propio escenario, «en un país en el que se asesinan más de 100 mujeres al año es inevitable que la mujer se reconvierta en hecho-político».
lunes, 11 de octubre de 2010
El porqué de tanto silencio
Un viaje puede hacerse abrazado al mapa, mirando por la ventana o a través de una cámara. Los sentidos saturados mientras caminamos por el laberíntico bazar de Aleppo o contrariada por cubrir todo el cuerpo con un vestido prestado para poder entrar en la Mezquita Omeya de la ciudad. Sin intención de juzgar, pero sintiéndote observada por llevar suelta la cabellera o muy cortos los pantalones. Laica y democrática, en teoría. Socialista y, sí, dictatorial. Siria está orgullosa de sus dulces, de sus impresionantes yacimientos arqueológicos, de ser la cuna del cristianismo y de haber dado a luz el primer alfabeto en la enigmática Ugarit. Abierta y porosa, acoge a todos los desplazados por los conflictos bélicos que la rodean. Sus hombres poco tienen que ver con los clichés semitas de las producciones yankis. Sus mujeres, envueltas en velos y burkas, devuelven a las visitantes a un tiempo donde lo público -política, religión- les pertenecía a ellos y lo privado -hogar y familia- a ellas.
Cielos azul eléctrico, tejados repletos de parabólicas y edificios de piedra de tres o cuatro alturas componen el mapa de la calurosa Aleppo. Las llamadas a la oración desde las mezquitas de minaretes fosforescentes, los taxistas que te ponen a Shakira en su radio o el contraste entre las cabezas cubiertas de ellas y los puestos de ropa interior -más que picante- del zoco. Jabones y pañuelos de seda. Especias, orfebres y jabones. Unos cuantos kilómetros de bazar y a comer. Mutabal, hummus y baba-ghanoush. Con el bolígrafo en mano, marco el camino hasta Latakia. Llegamos de madrugada. Pies en la playa, Ugarit y comida en Kassab. Bob Esponja es tendencia, pero no lo contrastaremos hasta llegar a Damasco y sus interminables bazares. Paramos junto a la carretera, donde una familia se baña. Se dejan fotografiar por unos periodistas que no entienden, pero que escuchan con atención. Con la guía en las manos, veo que el Castillo de Saladino tiene una estrella en el mapa, también el llamado Crac de los Caballeros. Castillos de arena y mesas redondas en recónditos lugares. Perfectamente conservados, como la ilusión del que jugaba a salvar a la princesa de su torreón.
Ya de camino a Palmira, vemos beduinos con sus rebaños acampando en el desierto. Llegamos y el atardecer en este antiguo oasis sobrecoge más aún de lo que prometen en las guías. El Templo de Bel a la derecha y lo que queda de la columnata de entrada al Palacio de Zenobia al frente. Me preguntaron por el color de Siria y se me antojó gris, como sus tejados; pero su desierto lo recuerdo dorado, brillante y traicionero. Sin líneas. Repleto de cafés Bagdad según te aproximas a Damasco, la ciudad más antigua jamás abandonada. Guardo en un cajón aparte al “superhéroe” San Jorge librando a los mortales del célebre dragón en las paredes de su monasterio, a la heroína Santa Tecla, cuyo restos residen en la coqueta Maalula, y las hazañas de la arrogante y magnífica reina Zenobia de Palmira. Son cuentos que persisten y emocionan; la herencia de una cultura bella y extraña que se está abriendo a occidente por necesidad.
Como viajar a la luna para bailar con selenitas, pero dejando el motor en marcha. Un regusto extraterrestre en mi paladar y la sospecha de no estar preparada para encontrar máscaras en vez de espejos. Esto y los dulces de la tierra, mi suculento botín de viaje. De vuelta a la rutina y con un año más.
Cielos azul eléctrico, tejados repletos de parabólicas y edificios de piedra de tres o cuatro alturas componen el mapa de la calurosa Aleppo. Las llamadas a la oración desde las mezquitas de minaretes fosforescentes, los taxistas que te ponen a Shakira en su radio o el contraste entre las cabezas cubiertas de ellas y los puestos de ropa interior -más que picante- del zoco. Jabones y pañuelos de seda. Especias, orfebres y jabones. Unos cuantos kilómetros de bazar y a comer. Mutabal, hummus y baba-ghanoush. Con el bolígrafo en mano, marco el camino hasta Latakia. Llegamos de madrugada. Pies en la playa, Ugarit y comida en Kassab. Bob Esponja es tendencia, pero no lo contrastaremos hasta llegar a Damasco y sus interminables bazares. Paramos junto a la carretera, donde una familia se baña. Se dejan fotografiar por unos periodistas que no entienden, pero que escuchan con atención. Con la guía en las manos, veo que el Castillo de Saladino tiene una estrella en el mapa, también el llamado Crac de los Caballeros. Castillos de arena y mesas redondas en recónditos lugares. Perfectamente conservados, como la ilusión del que jugaba a salvar a la princesa de su torreón.
Ya de camino a Palmira, vemos beduinos con sus rebaños acampando en el desierto. Llegamos y el atardecer en este antiguo oasis sobrecoge más aún de lo que prometen en las guías. El Templo de Bel a la derecha y lo que queda de la columnata de entrada al Palacio de Zenobia al frente. Me preguntaron por el color de Siria y se me antojó gris, como sus tejados; pero su desierto lo recuerdo dorado, brillante y traicionero. Sin líneas. Repleto de cafés Bagdad según te aproximas a Damasco, la ciudad más antigua jamás abandonada. Guardo en un cajón aparte al “superhéroe” San Jorge librando a los mortales del célebre dragón en las paredes de su monasterio, a la heroína Santa Tecla, cuyo restos residen en la coqueta Maalula, y las hazañas de la arrogante y magnífica reina Zenobia de Palmira. Son cuentos que persisten y emocionan; la herencia de una cultura bella y extraña que se está abriendo a occidente por necesidad.
Como viajar a la luna para bailar con selenitas, pero dejando el motor en marcha. Un regusto extraterrestre en mi paladar y la sospecha de no estar preparada para encontrar máscaras en vez de espejos. Esto y los dulces de la tierra, mi suculento botín de viaje. De vuelta a la rutina y con un año más.
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