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Un viaje puede hacerse abrazado al mapa, mirando por la ventana o a través de una cámara. Los sentidos saturados mientras caminamos por el laberíntico bazar de Aleppo o contrariada por cubrir todo el cuerpo con un vestido prestado para poder entrar en la Mezquita Omeya de la ciudad. Sin intención de juzgar, pero sintiéndote observada por llevar suelta la cabellera o muy cortos los pantalones. Laica y democrática, en teoría. Socialista y, sí, dictatorial. Siria está orgullosa de sus dulces, de sus impresionantes yacimientos arqueológicos, de ser la cuna del cristianismo y de haber dado a luz el primer alfabeto en la
enigmática Ugarit. Abierta y porosa, acoge a todos los desplazados por los conflictos bélicos que la rodean. Sus hombres poco tienen que ver con los clichés semitas de las producciones yankis. Sus mujeres, envueltas en velos y burkas, devuelven a las visitantes a un tiempo donde lo público -política, religión- les pertenecía a ellos y lo privado -hogar y familia- a ellas.
Cielos azul eléctrico, tejados repletos de parabólicas y edificios de piedra de tres o cuatro alturas
componen el mapa de la calurosa Aleppo. Las llamadas a la oración desde las mezquitas de minaretes fosforescentes, los taxistas que te ponen a Shakira en su radio o el contraste entre las cabezas cubiertas de ellas y los puestos de ropa interior -más que picante- del zoco. Jabones y pañuelos de seda. Especias, orfebres y jabones. Unos cuantos kilómetros de bazar y a comer. Mutabal, hummus y baba-ghanoush. Con el bolígrafo en mano, marco el camino hasta Latakia. Llegamos de madrugada. Pies en la playa, Ugarit y comida en Kassab.
Bob Esponja es tendencia, pero no lo contrastaremos hasta llegar a Damasco y sus interminables bazares. Paramos junto a la carretera, donde una familia se baña. Se dejan fotografiar por unos periodistas que no entienden, pero que escuchan con atención. Con la guía en las manos, veo que el Castillo de Saladino tiene una estrella en el mapa, también el llamado Crac de los Caballeros. Castillos de arena y mesas redondas en recónditos lugares. Perfectamente conservados, como la ilusión del que jugaba a salvar a la princesa de su torreón.
Ya de camino a
Palmira, vemos beduinos con sus rebaños acampando en el desierto. Llegamos y el atardecer en este antiguo oasis sobrecoge más aún de lo que prometen en las guías. El Templo de Bel a la derecha y lo que queda de la columnata de entrada al Palacio de Zenobia al frente. Me preguntaron por el color de Siria y se me antojó gris, como sus tejados; pero su desierto lo recuerdo dorado, brillante y traicionero. Sin líneas. Repleto de
cafés Bagdad según te aproximas a Damasco, la ciudad más antigua jamás abandonada. Guardo en un cajón aparte al “superhéroe” San Jorge librando a los mortales del célebre dragón en las paredes de su monasterio, a la heroína Santa Tecla, cuyo restos residen en la coqueta
Maalula, y las hazañas de la arrogante y magnífica reina
Zenobia de Palmira. Son cuentos que persisten y emocionan; la herencia de una cultura bella y extraña que se está abriendo a occidente por necesidad.
Como viajar a la luna para bailar con selenitas, pero dejando el motor en marcha. Un regusto extraterrestre en mi paladar y la sospecha de no estar preparada para encontrar máscaras en vez de espejos. Esto y los dulces de la tierra, mi suculento botín de viaje. De vuelta a la rutina y con un año más.